Anaïs Nin la pasión y la pornografía hecha literatura

Por Lara Vels, el 11/03/2021

Anaïs Nin la pasión y la pornografía hecha literatura

Anaïs Nin sería una mujer fuera de lo habitual en nuestros tiempos, mucho más aún a principios del siglo XX. Niña que sintió profundamente el abandono del padre, mujer bien casada sin más problemas que disfrutar de la vida y del baile, pronto se cansó de una vida sin emociones y comenzó a escribir gracias a la influencia de D.H.Lawrence. Eran los años 30. Poco después conoció a Henry Miller y después de mantener una correspondencia apasionada se hicieron amantes. Siguieron en contacto cuando dejaron de serlo. Anaïs también fue amante de la segunda esposa de Miller, June Miller, con la que se divertía practicando el voyerismo.

Tuvo contacto estrecho con el psicoanálisis, práctica a la que se sometió, estudió e incluso llegó a poner ella misma en práctica como profesional. En esta época de su vida se reencontró con su padre, con quien no queda claro si mantuvo una relación incentuosa o no. 

En 1939 se trasladó a Estados Unidos y se convierte en la primera mujer en publicar relatos eróticos. A partir de ese momento, ella y Miller comenzaron a escribir por encargo novelas eróticas más subidas de tono, pornográficas para los criterios de la época, para un cliente anónimo.

En 1955 Anaïs Nin se volvió a casar sin haberse divorciado de su primer marido, que aceptaba de buen grado sus devaneos y que supuestamente no conocía su matrimonio. Mantuvo durante años una doble vida con cada uno de ellos en dos ciudades de Estados Unidos.

Una mujer que se salía de los esquemas tradicionales en todos los sentidos, que vivió libre de prejuicios y que se atrevió a relatar historias sensuales, explícitas y bellas. 

Aquí un fragmento del cuento Mathilde en Delta de Venus  

"–Tiene usted en su mejilla el más seductor de los lunares.
Ella pensó que trataría de besárselo, pero no lo hizo. Se desabrochó rápidamente, se sacó el miem­bro y, con el gesto que un apache dirigiría a una mujer de la calle, le ordenó:
–Arrodíllate.
Mathilde lo abofeteó y se dirigió a la puerta.
–No te vayas –imploró él–. Me has vuelto loco; mira en qué estado me has puesto. Ya estaba así toda la noche, mientras bailábamos. No puedes de­jarme ahora.
Trató de abrazarla. Mientras luchaba por librar­se de él, Dalvedo eyaculó sobre su vestido. Tuvo que cubrirse con su capa para regresar a su cama­rote.
En cuanto Mathilde llegó a Lima, sin embargo, vio realizado su sueño. Los hombres se le acercaban con palabras floridas, disfrazando sus intenciones con gran encanto y ornamentos retóricos. Este pre­ludio al acto sexual la satisfizo; le agradaba un poco de incienso. En Lima recibió mucho, pues formaba parte del ritual. Había sido elevada a un pedestal de poesía, de modo que su caída hacia el abrazo final podía parecer más que un milagro. Vendió muchas más noches que sombreros.
En esa época, Lima sufría la fuerte influencia de su numerosa población china. Fumar opio estaba a la orden del día. Jóvenes ricos iban en pandilla de burdel en burdel, pasaban las noches en los fuma­deros, donde había prostitutas disponibles, o alqui­laban habitaciones completamente vacías en los ba­rrios bajos, donde podían tomar drogas en grupo y ser visitados por las rameras.
A los jóvenes les gustaba ir a ver a Mathilde. Había transformado su tienda en un budoir, lleno de chaises longues, encajes y raso, cortinas y coji­nes. Martínez, un aristócrata peruano, la inició en el opio. Llevaba a sus amigos a fumar, y a veces pasaban dos o tres días perdidos para el mundo y para sus familias. Las cortinas permanecían cerra­das. La atmósfera era obscura e invitaba a dormir. Compartían a Mathilde. El opio los volvía más vo­luptuosos que sensuales. Podían pasarse horas aca­riciándole las piernas. Uno de ellos le tomaba un seno, mientras que otro enterraba sus besos en la delicada carne del cuello, limitándose a presionar con los labios, porque el opio ampliaba todas las sensaciones. Un beso podía hacer temblar todo el cuerpo.
Mathilde yacía desnuda en el suelo. Todos los movimientos eran lentos. Tres de los cuatro jóvenes estaban echados entre los almohadones. Perezosa­mente, un dedo buscaba el sexo de la muchacha, penetraba en él y allí permanecía, entre los labios de la vulva, sin moverse. Otra mano lo pretendía también, se contentaba con describir círculos en torno suyo, y al cabo iba en busca de otro orificio.
Un hombre ofrecía su miembro a la boca de Ma­thilde. Ella lo succionaba lentamente; todo contacto era magnificado por la droga.
Luego, durante horas, podían yacer tranquilos, soñando.
Las imágenes eróticas se formaban de nuevo. Martínez comenzó a ver el cuerpo de una mujer, hinchado, sin cabeza; una mujer con los pechos de una balinesa, el vientre de una africana y las altas nalgas de una negra, todo confundido con una ima­gen de carne móvil; una carne que parecía hecha de materia elástica. Los erguidos senos se hincha­ban en dirección a su boca, y su mano se extendía hacia ellos, pero entonces las demás partes del cuer­po se ensanchaban, se volvían prominentes y colga­ban sobre el propio cuerpo de Martínez. Las pier­nas se separaban de una forma inhumana e impo­sible, como si las cercenaran de la mujer, a fin de dejar el sexo expuesto, abierto; como si alguien hu­biera tomado un tulipán en la mano y lo abriera por completo, forzándolo."

Imagen: Helmut Newton


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