Hambre de piel II. Sexo en la cocina  

Por Malcolm, el 12/04/2020

Hambre de piel II. Sexo en la cocina  

No hubo un momento concreto en el que todo cambiase, fue algo gradual. El mundo ya no soportaba más epidemias y confinamientos. Año sí, año no, una nueva pandemia obligaba a la gente a permanecer atrapados en sus casas durante semanas. Al volver a salir de nuevo, era inevitable mantener la distancia. Había desconfianza, un estornudo en un lugar cerrado era suficiente para que todas las cabezas se girasen espantadas ante la posibilidad de pillar algo. Si ocurría en la calle, la reacción era como esa  escena de Guerra Mundial Z en la que una corriente de muertos sin fin dejan al enfermo aislado. Y así es poco a poco es como el tacto se perdió. Primero con los extraños, luego con amigos y familiares menos cercanos, y finalmente con los propios. Incluso entre parejas acariciarse, tocarse sin motivo, comenzó a ser algo excepcional.

En vista de la dinámica, que la gente ya lo hacía sin que se lo exigieran, los gobiernos más autoritarios aprovecharon para reforzar las medidas de separación por el bien de sus queridos pueblos. El feminismo ultra aprovechó para levantar barreras más altas, crear separaciones legales entre mujeres y hombres. Era curioso porque al parecer ellas no podían contagiarse entre sí, por algún sorprendente escudo biológico de género, nótese el sarcasmo. Así, fue inevitable que surgieran normas y leyes regulando el contacto humano en un grado que habría parecido aberrante solo diez años atrás. Y sirvió para que la gente mostrase su lado más ruín. Si ya eramos bastante egoístas antes de aquello, el afán de supervivencia, el bombardeo constante de los medios de comunicación y el oportunismo político hicieron el resto. Todas esas regulaciones se acabaron conociendo popularmente como las Normas de la Piel.

En respuesta a las imposiciones, apareció un movimiento informal que se acabó conociendo como los HP, que no, no tenía nada que ver con el trabajo que desempeñaba sus santas madres. Era un movimiento bastante amplio de corte libertario, que utilizaba esas siglas por provocar, por lo que se sobreentendía de ellas, aunque el nombre oficial era Los Hambrientos de la Piel, y al final se quedase en Hambre de Piel.

En el caso de Alma solo materializó el hartazgo que había en su pareja. Ella era hija de una familia bien de Jerez de la Frontera, Alberto solo era un funcionario medio que medró gracias a la política y a los contactos familiares de Alma. Y allí estaba, arrodillada delante de una silla, chupando enérgicamente la polla fláccida de Alberto, con la cabeza en otro sitio, porque a ese eunuco que tenía por marido, hoy no había manera de que el asunto se le pusiera en condiciones.

En esa misma silla, Alberto miraba a su mujer y no podía evitar verla como lo que en realidad era: una zorra sin remedio. Siempre había apuntado maneras, le había gustado follar en condiciones complicadas. Le excitaba hacerlo en situaciones comprometidas: en un transporte público, en un callejón o algún pasadizo cuando salían de marcha antes de casarse. Se conocieron en la universidad, Alma era todo lo que un tipo más bien normalito como Alberto podía soñar, así que cuando se puso a tiro se esmero para conquistarla. Aunque le costaba seguirle el ritmo, sobre todo en el rollo sexual, en eso él también era muy normal, le acabó cogiendo gusto a eso de romperle el culo en cualquier esquina. Porque la muy puta realmente disfrutaba con su polla abriéndole un agujero por el que Alberto jamás habría intentado entrar.

Aquellas primera imagen del fondo de aquél callejón oscuro, con algún transeunte ocasional que salía de la discoteca por la calle, y ella apoyada con el torso y la cara contra la pared, con las caderas proyectadas hacia atrás y metiéndose dos dedos por el culo, mientras el bombeaba con fuerza, como sabía que le gustaba a ella, era imposible de olvidar y muy excitante. Sus ojos se cruzaron cuando ella notó como la polla empezaba a crecer en su boca. Dejó de chuparla durante un momento y se la meneó con energía, sabía que eso le gustaba, que siempre funcionaba alcanzado ese punto.

—¿Pensando en guarradas?

—Cállate la puta boca y chupa.

—Para eso me lo tendrías que pedir por favor.

Este era un juego que les excitaba a los dos. Alma separó un poco las piernas y se metió la mano bajo el chandal para empezar a tocarse, sabía que eso estimularía aún más el lado voyeur de su marido. El deseo que había en sus miradas mostraba lo que aquellos dos debieron ser tiempo atrás.

—Por favor —surgió la petición de Alberto entre un susurro y un gallo, para agravarla y exigirlo como una orden—. Por favor, cómeme la polla de una puta vez.

—Jaja —la risa de ella, anunciaba una tregua. 

Ella no pensaba en escenas con él, pero sí podía recordar el sexo que había tenido tan solo hace unas horas con ese semental que le rompía el culo desde hace semanas. Menudo pollón tenía Ramiro y qué forma de empujar. Se frotó el clítoris con más fuerza, con saña casi. Sabía que un par de minutos se correría, ella era de no perder el tiempo en lo que a orgasmos se refiere. Y si podía ser más de uno, mejor. Le apetecía mucho un nabo en condiciones en su culo y aquello ya tenía una consistencia adecuada. Arturo no andaba mal servido, es que lo de Ramiro era algo anormal. Y de pollas ella sabía.

—¿Y no quieres metérmela por el culo? —propuso, con toda la intención de que fue capaz de manifestar.
Alberto estaba acostumbrado al juego y le siguió el rollo. Sabía que ahora estaba excitadísima, lo notaba en sus mejillas ardiendo y por el movimiento que veía bajo el chandal. Al ver adónde dirigía su mirada, ella se detuvo un momento para bajarse el chandal y dejar su coño al aire.

—Eres demasiado puta, para que yo te dé algo que deseas.

—Pues aún puedo ser mucho más puta, mira.

Ella dejó de menearle el miembro, que había adquirido un tamaño considerable, se dio la vuelta poniendo el culo en pompa, y descansando su cabeza en el suelo. Con una mano continuó masturbándose, mientras acariciaba su orificio anal con dos dedos ensalibados. Alberto continuó la tarea donde la había dejado su esposa. Y se recreó en la dureza de su miembro, algo tan poco habitual ya sin el socorro azul. La visión de Alma arrodillada metiéndose primero un dedo en el ano, bombeando suavemente al principio, para ir acelerando, le excitaba sobremanera. Eso y saber como acabaría.

Alma gemía con intesidad creciente pidiéndole que la follase ya. Alcanzó el orgasmo rápidamente, pero solo dio descanso a su excitado botoncito por un momento, acarariciándolo con más delicadeza. Inmediatamente comenzó a tocarse de nuevo y al primer dedo que no había salido de su culo, le acompañó un segundo, y después un tercero.

Cuando los cuatro dedos entraban y salían con fuerza del ano de su mujer, Alberto se colocó tras ella, retiró la mano con energía y se la metió sin contemplaciones. El aullido de Alma debió de escucharse en media urbanización.

—Así cabronazo, así —reafirmó—. Así me gusta que me des. Fóllame el culo duro. Dame más duro.

—Así te gusta que te folle, so puta...

—Sí dame duro cabrón. Dame más duro.

Las embestidas no duraron más de medio minuto. El orgasmo de Alma fue de los buenos. Los gritos y las convulsiones así lo indicaban. Arrastrado por la excitación de ella Alberto también tuvo una corrida salvaje. Empujó con fuerza repetidamente mientras se derramaba en las entrañas de la zorra de su esposa. Cayó de rodillas, siguiéndola hasta el suelo, donde ambos quedaron recostados, uno al lado de otro, acompasando el ritmo de su respiración.

—Tendríamos que follar más cariñito —propuso ella con la voz entrecortada.

—Estaría bien, sí —confirmó Alberto—. Pero me conformo con la calidad.

—Pero yo estoy muy cachonda, me mato a pajas todo el día. Ya estoy listo para otro.

Alma era una ninfómana en toda regla, no era capaz de imaginar lo que haría esta todo el día, seguro que no matarse a pajas. Él se separó de ella y la observó mientras se masturbaba en el suelo de la cocina. La cara que ponía, los gestos que hacía, ciertamente erar excitantes, así se lo confirmaba su polla, pero la escena, los jugos entre sus piernas, por el suelo, esa impregnación marrón le obligaron a levantarse y dirigirse al baño de la planta superior.

—Te espero arriba.


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