Maldita cobardía

Por Lara Vels, el 30/05/2019

Maldita cobardía

Ahí estaba como todos los días. Se había acostumbrado a verlo a diario desde hacía un mes. Ella era un animal de costumbres, misma hora, mismo lugar en la mesa de la biblioteca. Necesitaba una rutina para concentrarse y había elegido la mesa con más luz y menos ruido, de espaldas a la puerta pero cercana a una ventana. También le había ayudado en su elección la manera en que la pata de la mesa quedaba de forma discreta entre sus muslos cuando se sentaba. Sentía así un poco menos la ausencia de algo más vivo que la hiciera vibrar, sustituía un poco si acaso, la falta de un hombre que la hiciera estremecer. Y en este último mes de exámenes tampoco había tenido mucho tiempo de buscar quién pudiera rellenar ese hueco palpitante entre sus piernas... 

Desde hace un par de semanas, por la ventana cercana, veía enfrente a un hombre, que también era de costumbres fijas y que pasaba un rato solo en la cafetería cara al ordenador. Sus miradas se cruzaron casualmente desde el primer momento y a empezaron a juguetear sin pensarlo. Ella trepaba levemente sus muslos por la pata de la mesa, buscando la caricia del metal. El haciéndo ostentación del bulto que se iba tomando forma dentro de sus pantalones. Y cada día eran un poco más descarados. Ella al principio con pantalones, que cambió convenientemente por vestiditos de escasa y ligera tela. Él con pantalones de tela fina que evidenciaban aún más el poderío de sus atributos. Y las miradas cada vez más provocadoras y guerreras... eso sí, en la distancia. No mucha, tal vez unos cinco o seis metros y el fino cristal de la ventana.

Y empezó el desafio, de exponer, de dejar que la carne hablara... y a levantar cada vez más la tela de la falda, y ver cómo el bulto crecía, y qué tal si hoy ni me pongo bragas... o sí, pero transparentes, o mejor aún me las quito a pocos cuando nadie mire en el discreto rincón, a la vez expuesto a la calle. Y así abro las piernas y le enseño mi tesoro, mojado, expectante, pidiendo a gritos que entre en él.

Y como hubiera deseado que cruzara la calle y sin mediar palabra, entrara y allí mismo la tomara encima de esa mesa, sin hablar, sin preguntar, carne contra carne. Estallaba el deseo y allí seguían, cada uno en su silla, pero mentalmente uno dentro del cuerpo del otro. Una ofreciendo su carne rosada de forma desvergonzada, sus ganas de ser apaciguada salvajemente. El otro conteniendo las suyas, pero dejándose llevar al límite de la excitación, viendo el fantástico espectáculo de la ofrenda que veía a través del cristal, fingiendo que trabajaba en su ordenador. Y así hasta que llegado un punto sin casi poder caminar se levantaba y protegiéndose con el portátil, se iba, sin valor de entrar y penetrarla como una mujer de ese estilo merecía, dándolo todo... se iba con la dolorosa erección que no culminaba. Y ella se quedaba con su humedad chorreando entre las piernas, dejándolo ir, sin atreverse a salir a buscarlo, pensando que tal vez mañana darían un paso más. ¡Maldita cobardía!  


0 Comentarios