Placer en mi propia cárcel
Por Selestina, el 09/07/2018

Cuando se llega a cierta edad, parece que es el fin de todo para una mujer: no se es lo suficientemente bonita, graciosa, sexy, flexible, deseable... Comienza a aparecer un halo de tristeza y quizás piedad por la “solterona”, la “aburrida”, la “workaholic”.
Porque ser una mujer que sabe lo que quiere siempre ha tenido un precio alto. Muy alto si sabes lo que quieres de un hombre, si te atreves a pedir más, si no buscas el anillo, la casa perfecta, los niños y la mascota. Que estaría bien, claro que sí, pero conformarme nunca ha sido lo mío y dejar de ser mujer para ser florero, mucho menos.
Así es que con 41 años comenzaba a pagar mi precio. Sola en casa, sin mascotas, con un trabajo genial, pero sin ser la típica mujer complaciente y servicial, que disfruta jugando a las casitas.
¿Y qué es lo que me gustaba? Ir más allá. A mi edad ya no tengo miedo de pedirlo, de mirar a los ojos a un hombre y decirle sin pudor: Quiero ser tu esclava, tu perrita. O de tomarlo por el cuello y decirle al oído lo malo que había sido y lo mucho que deseaba castigarlo: Has sido un mal mal tipo, pero yo te voy a enderezar, te voy a corregir...
Y esto es solo la puerta de entrada, es la invitación a jugar al poder, a tentar, a sentir, a tener noches llenas de pasión, de conocer juguetes que te marquen la piel y el alma de puro placer.
Me sentía sola, pero sabía muy dentro de mí que no podía estarlo. Ocurría que alguna noche en algún bar, en algún centro comercial, sentía esa mirada especial de un hombre o de una mujer, más de una vez hasta de una pareja, esa mirada que incita y busca la complicidad del que no le teme a la fuerza.
Pero donde nunca esperé encontrarla fue en mi oficina, ese gris edificio lleno de contables y secretarias, todos iguales. En esa cárcel conocí no a una, sino a varias amigas, mis futuras carceleras... En un trabajo tan aburrido, no me era difícil fantasear, hacer alguna incursión a mi ordenador y deleitarme con las órdenes de las dominatrices y los gemidos de los sumisos. Era muy fácil, nadie me veía...¿o sí?
Sí lo hacían. La mirada de la pasante más joven, la más callada, se posó un día sobre todo mi cuerpo durante una de estas escapadas. Pude sentirla derás de mi silla, estremecida, curiosa, y encantada. Fue delicioso ver su pudor, su encanto y como huyó, apenada, casi asustada, pero con media sonrisa en sus labios. Era una de las mías, solo tenía que saber más.
Seguí tentándola poco a poco, alguna foto subida de tono entre las carpetas, otro vídeo “accidental”, charlas inocentes sobre su vida, sobre su novio y alguno que otro acercamiento sutil pero firme.
Hasta que tuve mi gran oportunidad en la fiesta de Navidad, mucho alcohol y más desinhibiciones: perfecto. Le di su espacio, pero la busqué toda la noche, con la mirada, con gestos, esperé a que cada uno de los borrachos cayera. Nadie podía llevarla a casa, excepto yo, sin una gota alcohol en el cuerpo, atenta y lista para cuidarla.
La subí a mi coche. Ni una palabra, la tensión sexual se cortaba, esperaba a lanzar mi ataque, pero ella se me adelantó. ¿Entonces qué planea para mi, ama Moira?
Hablábamos el mismo idioma... Me reí, la llevé a casa. Conseguí no solo a una experta en sumisión, sino también un novio experto, listo para cumplir nuestros deseos, nuestras locuras...
Desde entonces, nos reunimos cada dos viernes, mi pasante favorita, su chico y yo, o Ana la contable y algún amigo. A veces también viene ese abogado sexy y tímido, otro alumno, un perrito para castigar, que disfruta con ello, que no teme ser penetrado por una mujer segura de sí misma.
Ya no estoy sola, cada vez somos más y cada vez lo pasamos mejor. Encontramos el placer sin salir de nuestra propia cárcel.
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