La dulce Margarita

Por TuLady, el 04/06/2018

La dulce Margarita

Margarita era una joven tímida y recatada. Hija del no menos tímido mejor amigo de Arturo y su no menos recatada esposa. Eran muchas las virtudes que la adornaban: diligente, prudente, trabajadora.... Sus padres habían pedido a Arturo que la ayudara a encontrar un empleo ahora que había terminado sus estudios de secretariado, como buena señorita de bien que era. Justamente la suya se iba a jubilar, así es que les aseguró que en un par de meses el puesto sería suyo. Se olvidó del tema, como buen hombre practico y trabajador que era, sin dedicar más que un pequeño pensamiento a la pequeña Matilde que hacía al menos tres o cuatro años que no veía.

Cual fue su sorpresa cuando acudió a su despacho para la pertinente entrevista y además de  la cara angelical que recordaba, el recuerdo de la dulce niña pequeña se acompañaba de dos espectaculares pechos que en algún momento habían crecido descomunalmente y que pugnaban por salir y despegarse de su breve y frágil cuerpo. Ni siquiera la blusa holgada que llevaba lograba que pasaran desapercibidos. Un arrebato de lascivia recorrió su desmemoriada hombría. Olvidó dar todo tipo de instrucciones ni que pensara preguntar alguna cosa, en su mente solo había sitio para esos pechos que no estaban a su alcance, que la pequeña Magarita era una señorita de bien, no una de esas deslenguadas a las que de tanto en tanto visitaba en el burdel. Contratada la tímida y recatada Margarita, su cabeza empezó a compartir asuntos de bien con momentos de extravío y lujuría. Ah! si él pudiera... pero cómo pensar en semejante desvarío. Imposible. 

En su cabeza solo había lugar para un pensamiento: esos pechos gigantescos. Quería mancillarlos, manchar su virtud sí, para luego dormir en ellos. Margarita recatada y tímida seguía ocultándolos, vetando su contemplación. Pero hasta las diosas cometen errores. El suyo fue abrir levemente la blusa suponiendo que nadie la contemplaba y dejar que el aire refrescara su escote. Arturo no pudo soportar esa visión, ni pudo ni quiso y ante aquello que le pareció el descubrimiento de un tesoro exquisito, solo pudo hundir su cabeza en él mientras la desconcertada Margarita musitaba un "¡Arturo qué hace, qué hace!". ¿Que hacía? Llenarse de placer, lamer aquellos pechos que le estaban quitando el sentido. Pero Arturo, piensa, es una señorita llena de virtudes, ¿vas a mancillarla con este acto pecaminoso y obsceno? 

La mancillaría entera, estrujaría esa carne generosa y prieta que rodeaba esa alma bondadosa, pero no es algo que me esté permitido, pensaba, es algo que ella guardará para el elegido por su corazón. Que bien pudiera ser él, Arturo, ese hombre que le dobla la edad y al que ella habla de usted. ¡Arturo qué hace!. Arturo solo quiere deleitarse pequeña mía, disfrutarte, así es que no tengas miedo, no diré nada, esto quedará entre nosotros, la iba tranquilizando mientras despegaba aquella blusa vaporosa de su cuerpo y se llenaba la boca con sus pechos. Margarita lo miraba, primero desconcertada, luego una vez que el placer la alcanzó solo se dejó llevar, perturbada por aquello que tanto le estaba gustando, por la visión de aquel hombre que se agarraba a sus pechos como un bebé, estirando de sus pezones como si el alimento no fuera suficiente para esa criatura hambrienta. Y el alimento era ella, toda entera. ¡Ay que no debo hacer esto!, salió de su boca, casi por obligación, con desgana, porque no debía, no, pero quería, si mis padres se enteran me matan, consiguió susurrar. Qué han de saber, yo no he de decir nada pequeña, nada, a nadie he de explicar el gozoso momento de tener tus pechos en mi boca, en mis manos, cómo serán mi alivio... Margarita asintió dejándose llevar. Arturo alivió su hombría en medio de esas dos moles de carne gelatinosa y amable, que en su ignorancia se ofrecían generosas.

Arturo casi desmayado al dejarse ir entre sus pechos. Margarita asustada al ver un miembro por primera vez y de esa forma, henchido, desbordante. Margarita todavía de usted, ¡ay Arturo me ha ensuciado!, ¿ahora qué haré? Y cómo decirle sin parecer un pervertido, más aún, que deseaba que esos pechos anduvieran libres para él, para su visión, su tacto, su gozo, sin la opresión de su ropa. Que deseaba verla sentada allí en la mesa de enfrente, con su falda ajustada, su cintura breve, sus medias perfectamente colocadas y sus zapatitos de charol, pero con los pechos desnudos. La veía con un collar de perlas que juguetón acariciaría y se movería al compás de su respiración y que tal vez atrevido, igual que él, se escondería en la profunda hendidura entre esos dos hermosos trozos de carne. 

El timbre lo despertó de su ensueño, mientras la tímida y recatada Margarita acudía a atender la llamada. Sus hermosos pechos estaban resguardados, castos, insolentemente inocentes bajo la blusa. Nada de esto había pasado. Bueno algo sí...


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