Fragmento de Los amantes de Pierre Bisou
Por TuLady, el 10/04/2018

Tu sexo huele a limpio, a jabón, a frotado. Ni el menor efluvio de pis ni de polvo; has hecho un trabajo en profundidad con alguno de tus productos dermatológicos o qué sé yo. Los anti eso, los anti lo otro. Apenas percibo el sentimiento de haber sido robado, de lo que has vuelto higiénicamente neutro, ya del fondo de tu coño se vierten las humedades lascivas. Mojas. Derramas. Yo bebo a lengüetadas. Vuelve el tiempo de la felicidad prometida.
Es divino. El sabor de tu conejo es divino. Lamerte el conejo es un privilegio de rey, no, de papa, no, otra cosa por el estilo, una experiencia mística que me trastorna.
Soy un estilita que se sacia con una hidromiel única, una miel caída de las estrellas, del fondo de tu vientre, de tus glándulas repletas, y yo me amorro a tu coño, aspirando, lamiendo, lengüeteando, chupando, me babeo la cara, me alimento de ti. Qué exaltación.
Y sin embargo actúo despacio.
Sobre todo, permanezco, pegado, trabajándote un poco el coño por delicadeza.
Para divertirnos podría fingir que todo eso no tiene nada de sexual, que es el amor de un niño por su madre o la necesidad de un niño por un seno o, bueno, ya me entiendes.
Tu cuerpo es un retablo que describe todos mis apetitos uno tras otro. En el centro, la escena principal; alrededor, los comentarios, los primeros planos, los detalles arrancados del resto. Tu cuerpo, al que contemplo como una imagen narrativa aunque no te muevas, aunque estés así.
Me enardezco. Hundo la lengua. Aún no estás lista. Me hablas.
—Chis..., no hagas nada. Yo chorreo, tú cena.
Me separas exponiéndote completamente desnuda y febril. Tus iris titilan, diafragmas que se abren y se cierran y se abren y dudan.
Estoy sentado en la cama; tú, boca arriba, con tus aberturas disponibles. —Debes tener hambre, lobito mío.
Con el dedo en tu coño, sigo la separación de tus labios mayores.
Creo que he captado el juego; sin embargo, para no cometer una torpeza, te interrogo de nuevo acerca de la ausencia de salsa salada para mi menú asiático y me dices que me sirva tranquilamente del manantial. Sin olvidarme del cunnilingus previo. De eso me ocupo enseguida, para empezar el capuchón de tu clítoris, el órgano mismo, la abertura al fin.
—Muy bien, ahora ya puedes comer.
Tomo un sashimi.
Te quedas como estabas, desnuda, abierta, con un dedo que te roza.
Cojo con dos dedos un pedazo de pescado crudo. Una carne roja magnífica. Y hundo esos dedos que sostienen como una pinza el atún en el corazón mismo de tu coño.
Tu vientre se mueve.
Salen mis dedos, trago de un bocado el pedazo de pescado fresco. —¿Está bueno? —susurras.
—Es delicioso —susurro yo, de vuelta a mí mismo.
—Puedes seguir... —susurras de nuevo.
Misma operación. Salmón, esta vez. Los aromas maridan bien. Mi tentempié es divino. Me acompañas muy sutilmente, apenas con el dedo medio de la mano derecha. ¿Quieres probar tú también? No. No, para ti resultaría un poco desagradable, a fin de cuentas. ¡Tampoco yo me unto tostadas con esperma todas las mañanas!
Para no irritarte el conejo, rompo y separo los palillos y picoteo en las pequeñas y rosas, con reputación afrodisíaca, láminas de jengibre; aclaran la boca y refuerzan el hambre.
Regreso a los sashimis. Dorada, salmón. Gambas. Atún. Un festín en unos cuantos bocados.
Para terminar, me sirvo una copita de sake. La putita hunde sus tetas voluminosas en el fondo abombado del vaso exhibiendo su conejo más allá de lo razonable. Es una idea. Te pido que te gires, que alces tu culo al cielo, que lo contraigas con fuerza: vierto el alcohol de arroz y lo aspiro de un golpe.
¡Schluips!
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