El Rapto de la Bella Durmiente. A.N. Roquelaure

Por TuLady, el 21/09/2017

El Rapto de la Bella Durmiente. A.N. Roquelaure

                                                                                                                                                                                                        Sin embargo, el príncipe no estaba del todo satisfecho del modo en que instruía a Bella. Cuando llegaron a otro pueblo, al caer la noche, le informó de que se proponía despojarla de un poco más de dignidad para que todo le resultara más fácil.
Mientras los lugareños pegaban sus caras a las ventanas de vidrio emplomado de la fonda, el príncipe hizo que Bella le sirviera la cena.
La princesa, moviéndose a cuatro patas, se precipitó por las desiguales maderas del suelo de la posada para traer el plato de la cocina. Se le permitió volver caminando con el plato, pero tuvo que ir de nuevo a cuatro patas a buscar la jarra del príncipe. Los soldados devoraban la cena y la miraban en silencio a la luz del fuego.
Bella limpió la mesa del príncipe y cuando se cayó al suelo un pedazo de comida de su plato, él le ordenó que se lo comiera. La princesa obedeció con lágrimas en los ojos. Luego, mientras continuaba de rodillas, él la cogió y la abrazó premiándola con docenas de besos húmedos y cariñosos. Ella también le rodeó el cuello con los brazos.
Pero la caída de aquel pedazo de comida le había dado al príncipe una idea. De nuevo le ordenó que trajera a toda prisa un plato de la cocina y que lo dejara a sus pies en el suelo.
Allí, él depositó comida de su propio plato y le mandó a Bella que se echara la espesa cabellera detrás de los hombros y que comiera del plato con la boca.
-Sois mi gatito -se rió jovialmente-. Os prohibiría todas esas lágrimas si no fueran tan hermosas. ¿Queréis complacerme?
-Sí, mi príncipe -contestó.
Él empujó con el pie varias veces el plato, alejándolo de ella, y le dijo que se volviera y le mostrara el trasero mientras él seguía comiendo. Al admirarlo, se percató de que las marcas rojas provocadas por la zurra ya casi se habían curado. Con la punta de la bota de cuero tocó suavemente el vello sedoso que veía entre sus piernas, frotó los húmedos labios que se hinchaban por debajo del vello y pensando en lo hermosa que era, suspiró.
Cuando acabó la comida, Bella empujó el plato con los labios hasta dejarlo junto a la silla del príncipe, como éste le había ordenado, y luego él mismo le limpió los labios y le dio un poco de vino de su propia copa.
Mientras bebía, el príncipe observó el largo y hermoso cuello de la princesa y le besó los párpados.
-Ahora, prestad mucha atención, quiero que aprendáis de esto-dijo él-. Todo el mundo aquí presente puede veros y contemplar vuestros encantos, seguro que sois consciente de ello. Pero quiero que seáis verdaderamente consciente. Detrás de vos, los lugareños, apiñados contra las ventanas, os admiran al igual que sucedió cuando os traje a través del pueblo. Esto debería haceros sentir orgullosa de vos misma. No vanidosa, sino orgullosa, por haberme complacido y por conseguir su admiración.
-Sí, mi príncipe -dijo cuando él hizo una pausa.
-Y ahora, pensad, estáis muy desnuda y muy indefensa, y sois completamente mía.
-Sí, mi príncipe-lloriqueó suavemente. -Ahora ésta es vuestra vida. No pensaréis en
nada más, ni os lamentaréis. Quiero que esa dignidad se desprenda de vos como si se tratara de las múltiples capas de una cebolla. No quiero decir que tengáis que ser desvergonzada, eso nunca, sino que deberíais entregaros a mí.
-Sí, mi príncipe-repitió Bella.
El príncipe dirigió la mirada hacia el mesonero que se hallaba en la puerta de la cocina con su esposa y su hija. Los tres se cuadraron de inmediato. Después el príncipe se quedó mirando únicamente a la hija. Era una jovencita, muy guapa, aunque sin comparación con Bella. Su pelo era negro, tenía unas mejillas redondas y una cintura muy estrecha, e iba vestida como muchas campesinas, con una blusa escotada con volantes fruncidos y una amplia falda corta que revelaba sus vistosos y pequeños tobillos. Mostraba un rostro inocente, y contemplaba a Bella llena de intriga, sus grandes ojos marrones se desplazaban ansiosamente hasta el príncipe y luego volvían tímidamente a Bella, que estaba de rodillas a sus pies, a la luz del fuego.
-Y bien, como os he dicho -el príncipe se dirigió atentamente a Bella-, aquí todos os admiran y disfrutan viéndoos, gozan de vuestro traserito relleno, de vuestras maravillosas piernas, de esos pechos que no puedo evitar besar. Pero ninguno de los aquí presentes, ni siquiera el más humilde, es peor que vos, mi princesa, cuando yo os ordeno que le sirváis.
Bella estaba asustada. Asintió con la cabeza rápidamente:
-Sí, mi príncipe -y luego se inclinó impulsivamente y besó su bota, aunque después pareció aterrorizada.
-No temáis, eso está muy bien, querida mía -el príncipe la tranquilizó acariciándole el cuello-. Eso está muy bien. Si hay un gesto que yo permito para que expreséis lo que sentís sin habéroslo pedido, éste es. Siempre me mostraréis respeto espontáneamente de esta manera.
Una vez más, Bella besó sus botas, aunque estaba temblando.
-Estos lugareños os desean, anhelan vuestros encantos -continuó el príncipe-. Y creo que se merecen probarlos, lo que les deleitará enormemente.
Bella besó otra vez la bota del príncipe y mantuvo sus labios pegados al cuero.
-Oh, no penséis que realmente les dejaría saciarse de vuestros encantos, oh, no dijo el príncipe con aire pensativo-. Pero debo aprovechar esta oportunidad, tanto para recompensar sus leales atenciones como para enseñaros que el castigo os llegará siempre que yo lo desee, sin necesidad de que me desobedezcáis para merecerlo. Os castigaré cuando me apetezca. Habrá ocasiones en que éste será el único motivo.
Bella no podía contener sus gimoteos.


El príncipe sonrió y le hizo una seña a la hija del mesonero. Pero éste le inspiraba tanto miedo que ella no se adelantó hasta que su padre la empujó.
-Querida -dijo el príncipe amablemente-, ¿en la cocina tendréis algún instrumento plano de madera para traspalar las cazuelas calientes dentro del horno, no es así?
En la estancia se produjo un leve murmullo al tiempo que los soldados se miraban unos a otros. Fuera la gente se apretujaba aún más contra las ventanas.
La muchacha asintió con la cabeza y regresó al cabo de un instante con una paleta de madera, muy plana y alisada por los muchos años de uso, y con un buen mango para asirla.
-Excelente- dijo el príncipe. Bella lloraba desconsoladamente. Rápidamente, el soberano dio instrucciones a la hija del mesonero para que se sentara en el borde del piso de la chimenea, que era de la altura de una silla, y le ordenó a Bella, que estaba a cuatro patas, que se acercara a ella.
-Querida mía -le dijo a la hija del mesonero-, esta buena gente se merece un poco de es- pectáculo; su vida es dura y aburrida. Mis hombres también se lo merecen, y mi princesa puede aprovechar muy bien este castigo.
Bella se arrodilló ante la muchacha que, al darse cuenta de lo que iba a hacer, se quedó fascinada. -Poneos sobre su regazo, Bella-dijo el príncipe-, con las manos detrás del cuello, y apartad vuestro precioso pelo. ¡Inmediatamente! -ordenó, casi con severidad.
Incitada por su voz, Bella casi se precipitó a obedecer y todos los que estaban a su alrededor vieron su cara humedecida por las lágrimas.
-Mantened alta la barbilla, así; sí, encantador. Ahora, querida mía -dijo el príncipe mirando a la muchacha que sostenía a Bella sobre su regazo y la pala de madera en la mano-, quiero ver si podéis manejarla con tanta fuerza como un hombre. ¿Creéis que seréis capaz de hacerlo?
El príncipe no pudo contener una sonrisa ante el deleite y el deseo que mostró la muchacha por agradar. Ella asintió con un gesto y murmuró una respuesta respetuosa. Cuando el príncipe le dio la orden, bajó la pala con fuerza sobre las nalgas desnudas de Bella. La princesa no podía mantenerse quieta. Se esforzaba por permanecer inmóvil pero no lo conseguía y, finalmente, incluso se le escaparon varios lloriqueos y gemidos.
La muchacha de la taberna le zurró con más fuerza y el príncipe disfrutó de ello, saboreándolo muchísimo más que la paliza que él mismo le había propinado.
El motivo era que podía observar mucho mejor. Veía los pechos de Bella agitándose, las lágrimas que le corrían por la cara y su trascrito que se estiraba como si Bella, sin moverse, pudiera escapar de algún modo o desviar los fuertes golpes que la muchacha le propinaba.
Finalmente, cuando las nalgas estuvieron muy rojas pero sin cardenales, el príncipe mandó a la muchacha que parara.
Sus soldados estaban encantados, al igual que todos los lugareños. Luego, el príncipe chasqueó los dedos y ordenó a Bella que se acercara.
-Ahora, todos vosotros, disfrutad de la cena, hablad, haced lo que os plazca.
Durante un instante nadie le obedeció, pero luego, los soldados se miraron unos a otros, y la gente reunida fuera, al ver que Bella se había recogido de rodillas a los pies del príncipe, con el pelo que le ocultaba la cara y las nalgas rojas y escocidas pegadas a sus tobillos, empezó a murmurar y a hablar desde las ventanas.
El príncipe le dio a Bella otro trago de vino. No estaba seguro de haberse quedado completamente satisfecho con ella. Le bullían demasiadas cosas en la cabeza.
Llamó a la hija del mesonero para que se acercara, le dijo que lo había hecho muy bien, le dio una moneda de oro y él se quedó con la pala.


Finalmente, llegó la hora de subir al dormitorio. Empujó a Bella para que se moviera ante él y le dio unos pocos azotes suaves pero enérgicos para que se apresurara escaleras arriba hasta la alcoba.                                                                                 


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