Cruel Zelanda. Jacques Serguine
Por RedLips, el 05/08/2017

Esbozó los primeros vaivenes, las primeras sacudidas de un trabajo de hombre, pero se lo impedí, contrayendo lo más que pude el ano alrededor de su verga, ahogándola, por así decirlo, entre mis nalgas y el fondo de mi vientre. En verdad, resultaba profundamente delicioso, constreñirle de ese modo, inmovilizarle y guardarle mientras seguía empalmado como un pequeño soldado dentro de mis entrañas. Acostada de lado, a diferencia de cuando me doblaban en dos cuando me enculaban, me parecía sentir en todas su longitud su altiva y elástica delgadez en la carne sólida e íntima de mi vientre y el contacto de la adorable lanza rígida. Empecé a gozar muy suavemente, mediante pulsaciones adormecidas, soñadoras, contrariamente a lo que hasta entonces sólo ocurría mediante desgarros o sacudidas. Era como un pulso de placer, que latía en lo más profundo de mí, alrededor de la verga del niño. Incluso el dolor que subsistía en el ano, mantenido abierto a la fuerza, se volvía familiar y dulce.
El niño no se molestó por que mantuviera en suspenso su propio goce. Sin abandonar mi presa, mi total dominio sobre él, despegué imperceptiblemente el flanco del suelo, y por sí mismo mi juvenil amante deslizó la mano, luego con todo el brazo me rodeó la cintura, con la seguridad y el calor de un hombrecito, y por fin cerró los dedos muy posesivamente sobre mi vulva. Pero también me divertí prohibiéndoselo. Cubrí su mano con la mía, le aflojé y le alargué los dedos hasta que comprendió que debía dejarlos sueltos y flexibles, y entonces los utilicé, como un peine con vida, para acariciarme el clítoris, los labios, las ninfas, el hueco mismo de la vagina. El niño reía entre dientes con este nuevo artilugio. Y yo pronto empecé a gemir por lo bajo y a mugir de placer: la extrema situación provocada por el suave cepillo humano se unía a la que renacía, como renacen las olas, presta a rodar y a desencadenarse entre mis nalgas y en lo más profundo de mis entrañas.
La niña que me había dado una azotaina vino a su vez a acostarse a nuestro lado, justo delante de mí, acompañada de una amiga. Intentaban imitarnos con los medios de que disponían. Cada una enfilaba un dedo en el ano de la otra y, con la mano libre, le entreabría y le acariciaba, primero con cierta prudencia, luego siempre con mayor fogosidad las partes genitales, de manera que no tardaron en gemir mutuamente. Esta visión, sus vocecitas alteradas y también, después de todo, el recuerdo no menos vivo y no menos carnal de haber sido azotada por esas niñas rompieron las últimas ataduras de mi excitación.
Por otra parte, mi insidioso pequeño amante se aprovechó de que mi atención se encontraba dividida desde que me masturbaba con sus manos para volver a ponerse en marcha entre mis nalgas. Avanzaba y retrocedía muy bien, distendiéndome sólo lo justo, asustándome sólo en el instante en que creía que iba a salir de mi, antes de cambiar su movimiento, esta especie de estiramiento de la carne por la carne, y de tensarse en lo más húmedo y más palpitante de mi vientre. –¡Espérame! ¡Espérame! –le supliqué, jadeante.
Y en verdad parecía comprenderme; se retuvo hasta el instante mismo en que, descompuesta, inundada, solté en el interior de la vagina y entre sus dedos todo el flujo convulsivo de mi placer, mientras, exactamente en el mismo momento, me la ensartaba por última vez con un gran espasmo desgarrador y desgarrado, y descargaba a su vez su joven y ardiente semen, lo cual nos hizo gritar a los dos. Después, me sentí totalmente feliz. Dormí un poco en el caluroso atardecer, mientras los niños, incansables como sólo pueden serlo ellos, proseguían sus juegos, cantos y danzas.
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